La viscosidad de la sangre se incrementa a medida de la cantidad de células disueltas en ella aumenta, así como cuando aumenta la cantidad de proteínas. Una sangre más viscosa es más resistente al movimiento, lo cual implica que se requiere una mayor presión sanguínea para que esta se mueva a través de los vasos sanguíneos.
Adicionalmente, una alta viscosidad sanguínea es un factor que predispone a coagulaciones no controladas. En las personas sanas, un incremento en la viscosidad sanguínea causada por una producción de células sanguíneas de tipo defensivo y a la deshidratación causada por la fiebre por enfermedades leves como la gripe es fácilmente tolerable.
Sin embargo, en pacientes con sangre de por sí muy viscosa, como aquellos con enfermedades pulmonares, in incremento adicional puede conllevar a la coagulación sanguina, al taponamiento de las arterias y por lo tanto a infartos obstructores o a derrames internos. Incluso, la resistencia al movimiento de la sangre puede llegar a ser tan alto que el musculo cardíaco o miocardio puede llegar a ser insuficiente para empujar la sangre, lo que conlleva a un infarto del miocardio. (Santana, 2015)
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